dimarts, d’agost 15, 2023

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (A) – 13/08/2023


Hoy, tanto en las lecturas como en la oración colecta que hemos rezado al inicio de la Eucaristía nos van mostrando la importancia de la filiación divina.

Hemos reconocido que los que estamos aquí, somos movidos por el Espíritu Santo a llamar Padre a Dios. Le hemos pedido al Padre que confirme en nuestros corazones la condición de hijos de Dios para entrar en la herencia prometida: el Reino de los cielos. Es decir, todas las parábolas que nos han ido ilustrando el Reino durante las últimas semanas es para que pidamos ahondar más en la filiación divina para ser herederos de todo esto.

El único que es Hijo de Dios por naturaleza es Jesucristo, ya que es Dios de Dios, de la misma naturaleza, como proclamamos en el Credo. Nosotros, somos hijos por adopción. Y esto admite grados: somos hijos por creación, ya que estamos hechos todos a imagen y semejanza de Dios y por eso todo el mundo merece un respeto y una dignidad que nadie puede quitarnos. Pero hay un grado más que nos viene por el Bautismo, que no añade más dignidad a los cristianos porque ya la teníamos del todo antes. Lo que nos hace es abrirnos a la vida de la gracia, a que el Espíritu Santo more en nosotros plenamente.

En el Evangelio vemos qué hace “el” Hijo de Dios: tener un trato de intimidad, porque movido por el amor reconoce que solo en el Padre descansa su corazón, solo en su amor puede encontrar todo lo que anhela el corazón. Esto, lo hace, si le dejamos, el Espíritu Santo en nosotros. Es Él quien nos introduce en esta relación profunda, acrisolada, íntima, sanadora con el Padre. Por lo tanto, es importante tener largos ratos de oración reposada, cada uno según sus posibilidades. Esta relación con Dios Padre se asemeja a un soplo de aire suave, como hemos escuchado en la primera lectura: Elías reconoce en la suavidad, no en el ímpetu, en la violencia, sino en la humildad de una suave brisa, que refresca pero no invade, la presencia de Dios.

Jesús, después de orar, baja a buscar a los discípulos: la relación con el Padre nos abre al otro que está en apuros. No nos puede dejar anestesiados, instalados en el sofá, sino que el amor es expansivo, sale al encuentro del otro. Esto, nuevamente es posible gracias al Espíritu Santo, que nos mueve interiormente, como movió María a salir decidida, pronta, hacia el monte a ayudar a su prima Isabel.

Pero lo que caracteriza el Hijo de Dios, y por extensión, también a nosotros, es que puede caminar por encima de las aguas. En la terminología bíblica, las masas de agua, lagos, mares, océanos, eran símbolo del mal (oscuras, no sabes lo que esconden, puedes morir ahogado…), y Jesús camina por encima del mal, no se deja engullir por el mal presente en el mundo. El Hijo de Dios es el que está entre peligros, entre el mal pero este no puede atraparlo porque el mal no tiene sitio en su corazón porque vive totalmente habitado por el Padre, es templo del Espíritu. Ni que le arrebaten la vida, su corazón quedará indiviso para Dios.

¿Cuándo empiezan los problemas? Cuando hay duda, no por la duda en sí, sino porque la duda revela una falta de fe. Cuando por el mal en el mundo, el pecado presente en mí, dudo de Dios, de su poder, el mal puede entrar en mi corazón porque Dios no habita plenamente en él; por eso Pedro se iba hundiendo. Pero Cristo no nos abandona: Él es el Salvador, y nos socorre de las aguas donde a veces parece que nos hundamos. Solo tenemos que gritar como Pedro: «Señor, sálvame».

Demos gracias a Dios, porque este regalo tan grande que es ser hijos suyos. No hemos hecho nada para poderlo tener, como tampoco hemos hecho nada para ser hijos de nuestros padres. Sigamos pidiendo que el Espíritu confirme en nuestros corazones esta filiación. Vivamos sumergidos en el amor de Dios, no vivamos hundidos en el mal del mundo. Levantémonos, salgamos al encuentro de Dios, del hermano, como María hizo.

Joan Hernàndez, prevere i vicari.

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