Hoy,
tanto en las lecturas como en la oración colecta que hemos rezado al inicio de
la Eucaristía nos van mostrando la importancia de la filiación divina.
Hemos
reconocido que los que estamos aquí, somos movidos por el Espíritu Santo a
llamar Padre a Dios. Le hemos pedido al Padre que confirme en nuestros
corazones la condición de hijos de Dios para entrar en la herencia prometida:
el Reino de los cielos. Es decir, todas las parábolas que nos han ido
ilustrando el Reino durante las últimas semanas es para que pidamos ahondar más
en la filiación divina para ser herederos de todo esto.
El
único que es Hijo de Dios por naturaleza es Jesucristo, ya que es Dios de Dios,
de la misma naturaleza, como proclamamos en el Credo. Nosotros, somos hijos por
adopción. Y esto admite grados: somos hijos por creación, ya que estamos hechos
todos a imagen y semejanza de Dios y por eso todo el mundo merece un respeto y
una dignidad que nadie puede quitarnos. Pero hay un grado más que nos viene por
el Bautismo, que no añade más dignidad a los cristianos porque ya la teníamos
del todo antes. Lo que nos hace es abrirnos a la vida de la gracia, a que el
Espíritu Santo more en nosotros plenamente.
En
el Evangelio vemos qué hace “el” Hijo de Dios: tener un trato de intimidad,
porque movido por el amor reconoce que solo en el Padre descansa su corazón,
solo en su amor puede encontrar todo lo que anhela el corazón. Esto, lo hace,
si le dejamos, el Espíritu Santo en nosotros. Es Él quien nos introduce en esta
relación profunda, acrisolada, íntima, sanadora con el Padre. Por lo tanto, es
importante tener largos ratos de oración reposada, cada uno según sus
posibilidades. Esta relación con Dios Padre se asemeja a un soplo de aire
suave, como hemos escuchado en la primera lectura: Elías reconoce en la
suavidad, no en el ímpetu, en la violencia, sino en la humildad de una suave
brisa, que refresca pero no invade, la presencia de Dios.
Jesús,
después de orar, baja a buscar a los discípulos: la relación con el Padre nos
abre al otro que está en apuros. No nos puede dejar anestesiados, instalados en
el sofá, sino que el amor es expansivo, sale al encuentro del otro. Esto,
nuevamente es posible gracias al Espíritu Santo, que nos mueve interiormente,
como movió María a salir decidida, pronta, hacia el monte a ayudar a su prima
Isabel.
Pero
lo que caracteriza el Hijo de Dios, y por extensión, también a nosotros, es que
puede caminar por encima de las aguas. En la terminología bíblica, las masas de
agua, lagos, mares, océanos, eran símbolo del mal (oscuras, no sabes lo que
esconden, puedes morir ahogado…), y Jesús camina por encima del mal, no se deja
engullir por el mal presente en el mundo. El Hijo de Dios es el que está entre
peligros, entre el mal pero este no puede atraparlo porque el mal no tiene
sitio en su corazón porque vive totalmente habitado por el Padre, es templo del
Espíritu. Ni que le arrebaten la vida, su corazón quedará indiviso para Dios.
¿Cuándo
empiezan los problemas? Cuando hay duda, no por la duda en sí, sino porque la
duda revela una falta de fe. Cuando por el mal en el mundo, el pecado presente
en mí, dudo de Dios, de su poder, el mal puede entrar en mi corazón porque Dios
no habita plenamente en él; por eso Pedro se iba hundiendo. Pero Cristo no nos
abandona: Él es el Salvador, y nos socorre de las aguas donde a veces parece
que nos hundamos. Solo tenemos que gritar como Pedro: «Señor, sálvame».
Demos
gracias a Dios, porque este regalo tan grande que es ser hijos suyos. No hemos
hecho nada para poderlo tener, como tampoco hemos hecho nada para ser hijos de
nuestros padres. Sigamos pidiendo que el Espíritu confirme en nuestros
corazones esta filiación. Vivamos sumergidos en el amor de Dios, no vivamos hundidos
en el mal del mundo. Levantémonos, salgamos al encuentro de Dios, del hermano,
como María hizo.
Joan Hernàndez, prevere i vicari.
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